La danza es una de las expresiones artísticas más completas y profundas que existe. Pero aunque se trate de un arte difícil de dominar, todos tenemos la capacidad de bailar: solo tenemos que usar nuestro cuerpo como instrumento para encontrar ese ritmo interno que nos da equilibrio.
Muchas personas sienten vergüenza de bailar y lo evitan a toda costa. Todos hemos escuchado la frase: “es que yo tengo dos pies izquierdos” y con esa idea desperdician una gran oportunidad de conectarse con sí mismos aunque sea por unos minutos.
Apenas nacemos, los arrullos de las madres nos enseñan a mecernos, es una especie de danza silenciosa que utilizan para dormirnos. Esa danza tiene un efecto importante en el desarrollo del oído, órgano que regula el equilibro, por lo tanto esa danza es la primera sincronía que nos marca los latidos del corazón.
Bailar no tiene que ser una habilidad de alta competencia. Poner un poco de música suave, quizá cuando estemos solos y dejar que el cuerpo siga los compases nos ayuda a relajarnos y a convertir esa danza en un momento de conexión con lo que más nos gusta. Si por el contrario, el cuerpo pide un ritmo más frenético, la música nos ayuda a liberar tensiones y toxinas acumuladas en el organismo a través del baile.
La danza es parte del ser humano, así que aprovechemos ese recurso para conocernos y disfrutar la sensación única que se genera cuando una melodía nos hace clic.
Si hacemos la prueba, hay una especie de euforia, de alegría que se desata en diferentes niveles del cuerpo (psicológico, emocional, biológico, químico y físico) cuando oímos música e inevitablemente nos hace movernos. Algunos de manera discreta, otros se expanden y se muestran tal como se sienten, pero la mayoría se deja llevar por la sincronía que dicta su oído y sus pies. Y aunque no sea perfecta en técnica o estilo, el cuerpo traduce la emoción en movimiento y cada quien lo interpreta de una manera única.
Lo mejor de todo es que bailar no necesita ni edad, ni horario ni fecha en el calendario.