Mi primera experiencia con el cuidado de las matas fue un fracaso. Acababa de mudarme sola y mi hermana mayor me había regalado un “hijito” de la matica que mi mamá le dio cuando ella se fue de la casa de mis padres. Los primeros días, como suele ocurrir, la mimé con esmero. Luego, a las pocas semanas ni siquiera podía dar con su paradero ¿A dónde había podido ir a parar una planta inmóvil? Asumí que en un descuido (mío) se había caído del balcón.
Al cabo de un tiempo vino el orégano orejón, con su firme intención de crecer al infinito. Fue la primera mata/varón de la casa, porque ustedes lo ven y parece un adolescente cuando le empieza a cambiar la voz: larguirucho y comelón. Siempre pide agua, siempre pide cambio de tierra, crece hasta que se dobla de peso, entonces hay que recortarlo para convertirlo en infusión. Si quieren empezar a cuidar maticas pueden empezar por él, que es bien realengo, se le da a todo el mundo porque no necesita grandes condiciones para sobrevivir.
Luego vinieron dos hijitos de una matica ornamental de nombre desconocido. Cual morochos, con los mismos cuidados pero en distintas macetas, una sobrevivió, la otra no. Después compré una Jade, para la buena suerte y entonces empezaron a llover maticas de regalo: un Malojillo que es el otro varón de la familia, una Bromelia que da piñitas cuando florece, una Sábila diminuta que ya está necesitando cambio de maceta, una Millonaria generosísima que se extiende hacia los lados como una cascada y, como una segunda oportunidad, otro hijito de la matica de mi mamá que he sabido mantener a resguardo de los balcones.
Esta planta en particular tiene un ciclo curioso. Cada cierto tiempo una de sus ramas va perdiendo color hasta que se marchita por completo, eso significa que está lista para parir. Es un proceso simultáneo que no deja de fascinarme, hojas vienen, hojas se van. “Como la vida”, pienso. Sí, mis matas no hablan pero saben explicar misterios como el de la vida-muerte-vida que atraviesa todos los procesos humanos.
Me gusta sentarme con ellas en las mañanas a tomarme el café, me gusta meditar con ellas alrededor, me gusta cambiarles la tierra cuando la luna está nueva, propicia para sembrar. Algunas veces me he sorprendido contándoles cosas que me preocupan, ellas responden con un silencio que me permite escucharme. Cuando cuidamos de algo o de alguien, mucho de nosotros, de nuestra energía, se transfiere en el proceso. Dar, atender, servir, también implica vaciarse de algo. El ciclo se completa cuando ves crecer fuera de ti el objeto de tu entrega. Entonces, esa “otredad” también se convierte en un espejo tuyo. Cuando algo anda mal con mis “muchachas”, sé que algo anda mal conmigo. Si mi energía está pesada o he tenido un mal día, ellas heroicas, asumen la carga. Entonces tengo que recompensarlas y así, ad infinitum.
Así de especial puede llegar a ser una relación con las plantas. Muchos dirán que no es un hijo ni una mascota, pero no tengo hijos ni tengo mascotas, tengo matas que crecen y se mueren, crecen y se mueren, crecen y se mueren en un círculo que no parará mientras la tierra gire y nosotros estemos en ella.
¿Has tenido plantas en casa? ¿Te gusta cuidar de ellas o prefieres ser un observador? Cuéntanos tu experiencia.