Cambiar es inevitable. Es parte de nuestra condición biológica, el cambio es humano. Pero a veces la necesidad de transformación nos persigue hasta que nos alcanza. O llega de golpe y porrazo. Y muchas veces cambiar es la única manera de seguir vivo.
Aprender a enseñar. En un aula vacía de una escuela venezolana, tres maestros se reúnen para hacer la tarea. Horas antes estaban detrás del escritorio dando clases a un grupo de niños de primaria. Luego, sentados en los pupitres, podían ver de frente el sillón vacío que hace poco ocupaban. Cambiar la perspectiva es el primer paso.
Estos tres docentes forman uno de los 250 equipos que trabajan en los cursos del programa de Actualización de Maestros en Educación (AME), gestionado por la Fundación Cisneros, que nace con la intención de mejorar la calidad de la educación básica a través del desarrollo profesional continuo de los docentes de América Latina. “Nuestro enfoque principal es dar herramientas para el mejoramiento del docente en los mismos temas curriculares que ellos trabajan», señala Irene Hardy, directora del programa AME.
Maestro emprendedor. El primer reto con el que lidian los docentes que se incorporan al programa es que deben formar un equipo, núcleo fundamental para poder participar en los cursos.«Hay que reconfigurar la enseñanza tanto de ellos como la de los niños, proponer proyectos, desarrollar ideas, ir más allá que sólo emplearse».
El gran resultado es que registran una tasa de 80% de aprobados al finalizar los cursos porque los maestros que forman parte del programa se comprometen: “si uno abandona, friega a los demás compañeros».
«Además hay un actor local (gobernación, ministerio, fundaciones) que le interesa tu rendimiento, que confió en tu grupo y ante el cual hay que rendir cuentas”, apunta. “Es un programa gratuito que se hace en redes de escuelas identificadas por los organismos que nos sirven de aliados, allí se hace la captación. Lo que estamos haciendo es darle una oportunidad de mejorar profesionalmente a los docentes para que se eduquen de nuevo y enseñen mejor”, destaca Hardy. La idea es que se conviertan en multiplicadores del cambio que experimentan desde sí mismos.
Frente al espejo. “Siempre fui gordita desde niña. mi ascendencia tiene ese horrible gen de la gordura”, dice Jessica Urribarri al presentarse y ubica desde el principio la historia de su proceso de cambio. Jessica recuerda orgullosa una adolescencia libre de complejos en la que formó parte de escuelas de danza y se desarrolló sin mayores restricciones, pero que en el tránsito hacia su juventud combinó con una larga enumeración de opciones inconstantes: “mi peso subía y bajaba por las dietas, ejercicios, pastillas, tratamientos, brebajes y todo cuanto se conseguía en el mercado para adelgazar, pero terminaba fracasando por cansancio y fuerza de voluntad”, afirma.
Con los años Jessica sumó una fórmula aparentemente inofensiva “sedentarismo, una pareja complaciente, visitas habituales a restaurantes y una alacena llena de chucherías” lo que le dejó como resultado 155 kilos de sobrepeso a los 29 años de edad. En febrero de 2010 en una consulta con su ginecólogo, el médico le dijo tajante en una frase “si no adelgazas no vas a poder tener hijos». Jessica por primera vez consideró someterse a un tratamiento más radical que le ayudara a recuperar la salud. Desde adentro.
Su decisión estuvo cruzada por la conciencia de que adelgazar ya no tenía que ver únicamente con el canon físico estilizado predominante. Ante una condición física que le determinaba la posibilidad de ser madre, Jessica guardó silencio y decidió cambiar su vida. Investigó, buscó opciones viables, responsables y seguras hasta que llegó donde un especialista que la orientó en todo lo relacionado con la cirugía bariátrica de manga gástrica. En agosto de 2010 después de cumplir con las indicaciones médicas y prepararse psicológicamente para lo que iba a enfrentar se sometió a la cirugía.
Los costos económicos los recompensó con el inicio de una vida sana: “mi hermano mayor se enteró de lo que costaba y me dijo que con eso él podía comprarse hasta un carro. Le respondí que no me compré un carro, pero me compré salud. si tengo salud después puedo comprarme un carro». Tuvo que reconfigurarse mental y físicamente para sus nuevos hábitos. A pesar de eso, cuando sobrepasaba las raciones de comida pagaba las consecuencias “vomitaba todo lo que había comido”, por lo que progresivamente aprendió a comer de nuevo. “Ya sé qué cantidad puedo ingerir y también sé que no puedo dejar de último lo que más me gusta”.
Esa nueva vida le presentó a una mujer más ágil y saludable, que con 50 kilos menos se siente y se ve mejor a sí misma: “aún me falta perder unos cuantos kilos para llegar a mi peso ideal pero esta es otra vida y después de lo que he sentido no cambiaría esta experiencia por nada”.
La tierra estremece. El almuerzo podía esperar. Había postergado con tanto fastidio la limpieza del patio toda la semana, que Esther A. decidió comer después de terminar y así podía sentarse tranquilamente. Por eso nunca encendió la cocina, ni puso a hervir el agua para hacer una pasta rápidamente como había pensado. Sólo 16 horas después se dio cuenta de que no había ingerido alimento desde las 3 y 30 de la tarde cuando la tierra estremeció los cimientos de su casa, del pueblo y toda la región, aquel 9 de julio de 1997, cuando sobrevivió al terremoto de cariaco, en el estado sucre.
“No recuerdo nada de ese día, ni cómo pasaron las cosas. Sólo me acuerdo de lo que estaba haciendo antes del temblor (registró una intensidad de 7 puntos en la escala Richter) y después en mi mente tengo un hueco en el que me vuelvo a acordar de cosas cuando estaba a salvo en una especie de refugio”, dice Esther. Este evento le marcó las decisiones. Desde lo más sencillo como comer a la hora hasta mudarse de ciudad. Se fue a vivir a Puerto La Cruz, estado Anzoátegui, un año y tres meses después del terremoto.
“Soy maestra así que puedo trabajar en cualquier parte, igual tenía que empezar de cero, por eso me fui a comenzar como debe ser”, expresa. La casa quedó destruida por completo. El techo se desmoronó sobre los dos cuartos pequeños que estaban vacíos porque su sobrino estaba jugando por fuera y su hermana, con quien Esther compartía la casa, no había llegado de un viaje que había hecho a carúpano, dos días antes.
Ella sintió que los árboles se venían sobre su cabeza y en segundos corrió por un camino lateral de tierra que daba hacia la calle. Nunca pasó por dentro de la casa. No hubiese tenido tiempo. “Viví porque tenía que contarlo. Pero mucha gente no tuvo tiempo de nada. Ni siquiera se enteraron que se iban a morir. Por eso ahora yo no dejo ni lo más mínimo para después. Hablo con la gente que quiero, me paro en casa de alguien si me provoca, me desvío de una ruta si mi corazón me lo dice. Creo en eso que está más allá ¿o si no yo qué soy? Hoy es hoy, mañana uno no sabe”.