Bien es sabido que en ciudades como las nuestras el tráfico obliga al conductor precavido a cargar consigo toda clase de artilugios para hacer más llevadero ese instante -que a veces parece eterno- en el que se pueden pasar dos y hasta tres horas de ida y otras tantas de regreso.
Decidido a hacer más útil mi estadía en la autopista, me propuse documentar las incidencias del tráfico con mi pequeña cámara digital para subir mis experiencias a la red. La condenada camarita toma fotos, sirve de radio portátil y graba videos en alta resolución. Fue un gran regalo. Sólo le falta hacer llamadas a aquel aparato, pero como soy precavido, es mejor así. Prefiero evitar hablar por teléfono, porque también es sabido que va en contra de la ley; así las cosas, decidí darme el chance para hacer videítos en plena cola.
Lo que comenzó como una experiencia catártica se transformó en obsesión. Me hice un duro en eso de manejar con cámara en mano, evadiendo a los fiscales de tránsito, claro está. Al principio registré a unos niñitos saludando al lente mientras emprendían el viaje al colegio en uno de esos autobuses amarillos y oxidados. Aquellos niños hacían muecas y todos dentro del bus parecían despertar de sopetón cuando le daba al botón de grabar, para delirio del señor chofer.
En otra oportunidad pude capturar el reclamo de un motorizado iracundo a un conductor desprevenido que por poco lo enviste. El casco de aquel motorizado golpeando contra el capó del auto europeo fue uno de mis mayores orgullos. Registrar ese instante me hizo muy popular entre mis amigos. Documentar la desgracia ajena es el mejor remedio para romper el hielo en una fiesta aburrida. Pero ni un solo segundo de lo que guardé en mi archivo del tráfico citadino me preparó para lo que vi aquella mañana.
La transversal estaba abarrotada de carros y el mío era uno de ellos. A mi jefe poco le importaba que el congestionamiento vehicular me impidiera llegar a tiempo al trabajo, y eso que le llevaba pruebas de aquello. El tipo quería que llegara temprano y punto. Como de costumbre iba sobre la hora cuando una camioneta que estaba a un camión de refrescos de distancia comenzó a prenderse en fuego.
En ese instante, en mi radio comenzó a sonar La Valquiria de Richard Wagner, o eso quise. “¡Qué me boten!”, pensé. Había llegado mi momento de gloria como realizador. Apreté el freno y puse la palanca en P. Nervioso, comencé a tantear la guantera buscando mi cámara, sin apartar la vista de las llamas que emanaban del motor de aquella camioneta, cuando su conductora, una doñita de esas que aparecen en los comerciales de sopa, saltó del asiento del piloto, como en película de alto presupuesto, en cámara lenta.
La escena se me hacía memorable, pero la pobre señora tenía tanta preocupación en su rostro que algo hizo clic en mi. No me pude permitir otra cosa que buscar en la maleta de mi carro aquel extintor que me regalaron para mi cumpleaños, esa misma fecha en la que me obsequiaron la camarita que aún reposaba en la guantera. Instintivamente me acerqué y cual apagafuegos accioné el aparato rojo, ahogando las llamas con la espuma blanca que brotaba de mi pequeño extintor y ahogando, también, la angustia de la pobre anciana.
Doña Alejandra, después supe que así se llamaba, me dio un beso empalagoso. Fui héroe. Los espectadores me aplaudieron desde sus carros y con falsa modestia me ruboricé. “No es nada”, dije al público presente. Esa mañana, mi destino fue distinto. Cambié mi extintor por uno más grande, coloqué la cámara en un lugar más accesible y comencé a buscar un nuevo empleo. Como ya he dicho, soy un tipo precavido.