Familia

Que difícil es llamarse así: la historia de un fuego artificial

No es cosa fácil nacer siendo un fuego artificial; llamarse así es de hecho algo complicado y ni hablar de lo estricto que suena cuando te dicen pirotecnia. El nombre de bautismo signa la vida futura, de una u otra manera. Un joven rockero que se llame Anacleto Sánchez probablemente nunca sea joven y menos rockero, como tampoco tendrá mucho éxito en eso de la verosimilitud un bodeguero farmaceuta que cargue en la cartera una cédula donde se lea Syd Vicious, nombre y apellido.

Ilustraciones: Fernando Correa

Por eso, cada fuego artificial recibe sobrenombres de acuerdo con lo explosiva de su personalidad, como para matizar aquella contradicción de ser un elemento natural como el fuego, pero artificial como el silicón, ese dilema que estará presente mientras dure su existencia. Triquitraqui, el inquieto hermano menor de los Fosforitos, conocidos por ser los más populares, es quizás el más inocentón del clan. Ahora yace en una caja. Hacinado, es una sardina explosiva en un sarcófago repleto con sus congéneres. Más allá, en el húmedo almacén que hoy alberga a la vistosa pirotecnia, recinto que siempre es clandestino para más señas, están los Bin Laden, agresivos en sus detonaciones que también son impredecibles. Muy cerca están recostados en enormes pilas los Tumbarrancho y Matasuegra, estridentes, peligrosos y dispuestos a cumplir con su apodo.

Todos, al final del día, siguen siendo fuegos artificiales, sólo que unos tienen el esplendor de los coloridos cohetes y otros nacen con la aparente inocencia de una bengala, pero ninguno escapa a la maldición de ser pirotecnia. La vida al nacer fuego artificial está condenada a durar segundos; ¡ya! ¡Se acabó! Es una vida corta, efímera, intrascendente y, para más, destinada sólo a los más afortunados, aquellos que logran estallar para coronar una celebración. El resto muere a causa de la humedad o por haber derramado su pólvora tras algún defecto de manufactura que les impide conocer a la chispa, vital para que todo fuego artificial se convierta en resplandor.

Pero vivir pocos segundos no es la maldición en sí, es una simple condición del ser, de ser un fuego artificial. Lo oscuro entre tanto brillo llega sujetado de la mano: y entonces el inocente Triquitraqui se convierte en desgracia, en algo similar a un artefacto de guerra -nombre que podría ser más sincero, y eso se agradece al nacer-. Así, cada bengala, cohete, fosforito -y hasta el malintencionado Bin Laden- aguarda en algún almacén clandestino sin saber qué le depara la suerte. Aún dormidos, no dejan de pensar en ello, en lo que pasará durante los segundos de vida que la combustión les otorgue; es la angustiosa espera por saber si al final terminarán siendo todo brillo y alegría o un grito mal tatuado en la memoria de una familia, de un niño. Ya se ha dicho, no es cosa fácil llamarse fuego artificial al nacer.