¿Existe algo como un “Manual de conducta 2.0”? ¿Somos educados en la red? ¿Hay maneras “correctas” de comportarse? Esto no es un intento de respuesta, esto es una invitación a la libertad.
Hay un momento en el primer grado de educación básica donde los niños memorizan las normas que instintivamente los han acompañado desde que aprendieron a comunicarse en casa: mirar a la persona que habla; usar un tono de voz adecuado, expresarse de forma clara y sencilla; prestar atención a quien habla; no interrumpir al hablante, esperar su turno para responder; y muchas más.
En teoría, esto debería ser suficiente para garantizar adultos socialmente funcionales, conversadores respetuosos y eficaces, capaces de evitar o resolver malos entendidos. Hasta que un día, una empresa repleta de adultos que aprobaron satisfactoriamente el primer grado decide prohibir el uso de smartphones durante las reuniones de trabajo porque sus empleados, con vista fija en el celular, son incapaces de mirarse a la cara.
Si bien es cierto que la tecnología al servicio del hombre ha derivado en algunos casos en el hombre al servicio de la tecnología, contrario a lo que muchos apocalípticos podrían afirmar, la culpa no es del teléfono celular, el iPad, Facebook, Twitter, o “el fulano Internet”.
Lo que ocurre al abrir una cuenta en una red social en Internet es una reedición de ese momento estelar de nuestra niñez en el que descubrimos por primera vez que no estamos solos. A ese pensamiento sobreviene inmediatamente este otro: `estamos rodeados´. Pero una vez superada la ansiedad inicial comenzamos a hacer lo que mejor sabemos: relacionarnos con otros seres humanos bajo normas que nos son naturales.
En el camino de la interacción aparece el reforzamiento del YO, tan común en estas formas de relacionarnos, nos invita a compartir quién soy, a qué me dedico, cuáles son mis gustos, quiénes son mis amigos, dónde estoy. Pero también a recibir esa información de miles de otros como yo. No en vano, la experiencia más enriquecedora para muchos usuarios activos de la red ha sido poder escuchar al mundo.
Podríamos preguntarnos ¿Hay una manera “correcta” de conversar, para no generar malos entendidos o confusiones? Existen acuerdos mínimos de convivencia on y off line para citar las fuentes, tratar con consideración al lenguaje y respetar las opiniones ajenas (1). En colectivos donde el conocimiento es ampliamente valorado, el plagio es inaceptable, expresarse con claridad ayuda y -en aras de la pluralidad que la caracteriza- las prohibiciones son muy mal vistas.
Por eso resulta paradójico que en comunidades tan dinámicas y teóricamente autoreguladas como las 2.0 haya intentos de “normar” o “estandarizar” los usos con decálogos de comportamiento que vulneran el espíritu de libertad que acunó el nacimiento de Internet.
Haga esto. No haga lo otro. Siga a fulanito. No siga a este otro. Acepte esta aplicación. Etiquete sus fotos, menos las de traje de baño. Sea usted mismo. No tanto. Cree un hashtag viral. Recomiende contenidos. Haga #FollowFriday. Twittee un poco más, no sea tímido. Espere, tantos tweets abruman. Siga si lo siguen. Siga a los populares. No, mejor siga a los “alternativos”. Diga que todo le gusta. Tenga algo de criterio. Critíquelo todo.
¡Cristo santísimo! Qué agotador.
En vista de que el hombre contemporáneo no puede saltarse el tráfico en la hora pico, ni burlar la muerte, al menos debería poder manejar sus redes sociales con autonomía y decisiones basadas en sus principios éticos, sin responder a cánones, disfrutando su estadía en las redes mientras dura, eso sí, sin olvidar decir “por favor” o “gracias”.